La Planificación Socialista. Una perspectiva con mucha raíz

Uno de los grandes elementos que han conformado la construcción real del socialismo, en su primer gran ciclo histórico, ha sido el papel jugado por la planificación económica. Situar la planificación socia­lista en el contexto particular en el que surgió, valorando el papel práctico que realmente la historia le hizo jugar más allá de especulaciones teóricas (de entonces y de ahora), es de una enorme trascendencia con implicacio­nes en nuestra lucha actual entre unas masas que sufren la degradación social del capitalismo incluso allí donde no se esperaba. Y es un asunto de gran trascendencia, porque no se trata solo de abordarlo en su aspecto de conquista dentro del socialismo, sino porque también hay que desmitificar mucho acerca de los defectos que se le endosan a la planificación socialista contraponién­dola a una “economía de libre mercado”, cuando es esta, en realidad, la que se lleva la palma en cuanto a mitos y a farsa se refiere.

Efectivamente, ¿dónde está esa economía de mercado libre de planificaciones e intervenciones? ¿Acaso las propias potencias capitalistas no echan mano de la in­tervención oligarca y monopolista, tanto dentro de sus países como en su dinámica imperial? Baste reparar en cómo se ha utilizado a los Estados en el rescate banca­rio con la peregrina idea de que hay bancos “demasia­dos grandes para caer”. Igualmente repárese en cómo se planifica criminalmente el expolio y el sometimiento de sectores enteros de la economía de países dependientes echando mano de la deuda planificadamente impagable como arma de conquista imperial. Y cómo, si esta vía de la deuda como arma de expolio no tiene éxito, se echa mano de los sicarios (chacales) y, si aún sigue sin dar re­sultado, entonces se termina por intervenir militarmente: todo muy “planificado”.

Hay que liberarse, pues, de esa falsa dicotomía “econo­mía libre de mercado vs planificación”.

Así, y por más que sepamos que la propia planificación requiera de su necesario estudio y debate dentro de la construcción del socialismo –máxime en la medida en que el capital continúe dominando las relaciones inter­nacionales y contamine la propia lucha ideológica en el seno de las mismas masas dentro y fuera del campo socialista–, por más que seamos conscientes de ello, el verdadero debate histórico que afecta a los pueblos es: planificación socialista en la perspectiva de liberarnos de la dictadura del capital o, por el contrario, imposición de la planificación desordenada y generadora de crisis y bar­baries por parte del capital oligárquico, financiero y mo­nopolista.

¿Cómo no ver que la justicia social entre “los de abajo” no puede dejarse al capricho de fuerzas ciegas del mercado que niegan la planificación económica salvo cuando la ceguera coge altura y amenaza a “los mismos de arriba” que provocan “libremente” el desastre? El planteamiento trascendental, entonces, que hoy hay que llevar progre­sivamente a la lucha social es: si la planificación hizo lo que hizo en países atrasados como Rusia y China en un marco de agresión constante y sin echar mano del expo­lio a terceros ni de la guerra colonial, ¿qué no podrá hacer la planificación en un contexto de construcción del socia­lismo a nivel mundial que se vaya liberando progresiva­mente del dominio militar y económico en las relaciones internacionales ejercido por el capital? ¿Qué no podrán planificar los pueblos liberados de un capital que vino al mundo “chorreando sangre” (Marx) y que no es capaz de generar islas de prosperidad si no es ensangrentando allí donde impone su falsa y esclavizante “economía de libre mercado”?

Una primera aproximación a los planes quinquenales de la Unión Soviética

Al atraso propio de la economía zarista y la Primera Guerra Mundial, la revolu­ción rusa no solo tuvo que enfrentar el aislamiento internacional (no contó con el apoyo de la revolución en Europa occidental, que finalmente no triunfó); también, la agresión militar concertada de las potencias capitalistas que promo­vieron la “guerra civil”. Todo ello dejó devastado al inmenso país, ante lo cual los bolcheviques aplicaron el comunismo de guerra durante el periodo 1918-1921. Se procedió a la expropiación de capitalistas y terratenientes, asegurando el poder político por la clase obrera, pero la ruina fue tan inmensa que, por ejemplo, los indicadores de producción de acero y de cereales de 1921 se redujeron en más de un 90% y un 50% respectivamente con respecto a 1913.

Fue en ese desesperado contexto de ruina y aislamiento en que hubo que apli­car la Nueva Política Económica (NEP) con concesiones al campo, a la iniciativa privada y a la búsqueda de acuerdos de inversión con el propio capital extranjero. Si bien se salió de una situación alarmante y se logró ampliar la base de apoyo entre los campesinos, igualmente supuso la reproducción de desigualdades y se fortaleció a elementos proclives a la restauración capitalista como los kulaks en el campo. Además, quedaba pendiente crear una base material sobre la que salir del atraso decimonónico. Y había que hacerlo en el menor tiempo posible para sobrevivir en la época del imperia­lismo y de la guerra. Algo que nunca surgiría de la iniciativa del capital privado, porque ni siquiera las potencias capitalistas se forjaron sin la intervención proteccionista del Estado.

Y se hizo. En el caso de la Unión Soviética había que hacerlo más tarde, más rápido y sin la clase explotadora como principal beneficiaria. Mientras las viejas potencias capitalistas y EEUU se adentraban en la Gran Depre­sión, mientras había que armarse ante la amenaza de una nueva guerra interimperialista, la Unión Soviética en cuatro lustros pasó de estar por debajo aún en indicadores con respecto a la Rusia zarista a ser la segunda potencia mundial. Ocurrió en el tiempo de tres planes quinquenales, interrumpido el último por la invasión nazi que provocó una destrucción material y personal aún mayor que la que se dio en la Primera Guerra Mundial y en la guerra civil.

En la Unión Soviética hubo doce planes quinquenales. El decimotercero apenas se inició debido a la disolución en 1991 del país. Pero fue en aquellos tres primeros planes, de 1928 a 1945, cuando tuvo lugar un verdadero cambio telúrico sin parangón. Efectivamente, todos los países que habían pasado de una economía arcaica a una desarrollada se habían industrializado muy lentamente y siempre dependiendo del capital y las políticas de países capitalistas avanzados. Pero la Unión Soviética, en poco más de una década y sin haber comprometido su independencia, había logrado convertirse en tercera potencia mundial ya en 1940, quemando las etapas de cual­quier precedente de revolución industrial, alcanzándose tasas anuales de crecimiento industrial del 12% al 13% sin apenas equivalentes en la historia económica de otros países. La producción de hierro y acero se multiplicó por cuatro y la del carbón por tres y medio. Ciertamente el hecho de actuar de forma completamente independiente obligaba a llevar a cabo una colectivización agraria que generó una fuerte lucha de clases en el campo que acabó con los kulaks. Además de potencia industrial, la Unión Soviética se convirtió en una potencia militar. Todo ello no podía, lógicamente, de dejar en un segundo plano la industria ligera de bienes de consumo.

Hay que decir que, aunque la Unión Soviética no pudo disponer del concurso amistoso de otras potencias in­dustriales, sí contó con la llegada de 20.000 técnicos y especialistas extranjeros para labores de supervisión y diseño de grandes obras de ingeniería. Al tiempo, entre 1928 y 1932 se formaban en el país 72.000 especialistas al año por las escuelas técnicas y 42.500 por las escuelas universitarias.

Articulo de la revista Red Roja nº 20 de enero de 2020

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