Los “chalecos amarillos”, expresión de nuestros límites… y de las capacidades del pueblo

Recuperamos este artículo del 2019 en el que reflexionábamos sobre la potencialidad y radicalidad de la insurrección de los chalecos amarillos. Movimiento espontaneo que fue capaz de poner en jaque al régimen de Macron y de agrupar a una amplia mayoría social afectada por las políticas privatizadoras impuestas desde el gran capital. En este artículo poníamos de manifiesto la proyección política y revolucionaria de este tipo de movimientos, juzgados muy a la ligera por las organizaciones tradicionales de izquierda como eclécticos o erráticos, cuando no como de «extrema derecha», y que sin embargo son expresión directa de las condiciones reales de lucha del proletariado contemporáneo y otras «capas intermedias» en proceso de depreciación de sus condiciones de vida.

Como se podía esperar, los medios de comunicación ligados a la élite oligárquica de nuestro país han puesto el grito en el cielo ante el estallido del movimiento de los “gilets jaunes”. Desde el minuto uno, han criminalizado sus formas de movilización y han tergiversado la naturaleza del mismo, intentando hacerlo pasar por una expresión residual y de “extrema derecha”. Este movimiento, espontáneo y plural, ha conseguido poner en jaque a buena parte de los aparatos del Estado francés, hasta tal punto que el propio presidente Macron ha tenido que aparecer públicamente para entonar el mea culpa y aparentar tener algo que negociar con los manifestantes. Toda movilización popular tiende a conjugar estallidos de mayor o menor intensidad, seguidos de periodos de calma y reordenación del marco político; y es en esos momentos en los que una organización revolucionaria debe ser capaz de extraer conclusiones y reforzarse consecuentemente en términos organizativos para “preparar” e impulsar el siguiente estallido. El movimiento de los chalecos amarillos ha puesto encima de la mesa elementos muy importantes para la discusión y reordenación política de nuestro propio marco.

Analizando la coyuntura podemos extraer diversos paralelismos respecto a la situación en España. Por parte de “los de arriba”, Macron accedió a la presidencia impulsado por los grandes monopolios, con un aire de renovación, ante un clima de crispación generalizado respecto a los partidos tradicionales, que ya no podían aplicar la doctrina impuesta desde la Unión Europea sin resistencia, y como un “mal menor” con respecto a Le Pen. Lo que había por detrás sin embargo era el único programa político que el capitalismo en su fase de crisis estructural puede ofrecer, la misma medicina aplicada en España: recortes en prestaciones sociales, aumento de impuestos y una extensión generalizada de formas cada vez más flagrantes de explotación para los trabajadores. Según analistas especializados, de producirse un nuevo estallido financiero, este afectaría de manera sensible a Francia; por ello, la élite económica francesa ha desatado una ofensiva con carácter preventivo.

Por parte de “los de abajo”, encontramos a las centrales sindicales mayoritarias asumiendo la vía del pacto, los sindicatos alternativos desunidos y sostenidos por la realización de pequeños gestos y luchas parciales, y los partidos políticos de la “izquierda sumisa” sin ser capaces de conectar ni ofrecer ningún proyecto consecuente para la clase obrera más allá del “postureo” mediático. En ese contexto de asfixia paulatina, se consolida entre el pueblo un clima general de descontento y desconfianza ante los partidos políticos del sistema, cuya única vía de expresión es la rabia.

El movimiento de los chalecos amarillos hizo explotar toda esa indignación a finales de octubre, a partir de una movilización al margen de partidos o sindicatos que reclamaba el fin del aumento de la tasa sobre el carburante. Esta reivindicación afecta directamente a la supervivencia de amplias capas de la pequeña burguesía acosadas por la competencia “desleal” de multinacionales extranjeras y grandes grupos oligopólicos. Pero afecta también de forma indirecta a la inmensa mayoría de la población trabajadora. Y esto hizo que lo que comenzó como un “toque de atención al gobierno” acabase catalizando cada vez más y más demandas de carácter popular. En apenas unos días, millones de personas a lo largo y ancho del territorio francés, incluyendo las colonias, se suman a un llamamiento general a “bloquear el país”. Su composición se transforma de manera sustancial: a los primeros sectores, ligados al transporte, se sumarán sectores de trabajadores en condiciones extremadamente precarias, muchos de los cuales jamás se había manifestado anteriormente. Poco a poco el movimiento va a dotarse de un contenido amplio de carácter social contra la depauperización general que está sufriendo el pueblo trabajador. Ante el desbordamiento de la situación, la policía responderá con agresiones constantes, lo que va a provocar las primeras expresiones de autodefensa.

La extensión del movimiento cogió a “contrapié” a la inmensa mayoría de las organizaciones de izquierda. La izquierda institucional se mantendrá de forma “tacticista” oficialmente al margen de esta rebelión popular hasta diciembre. La CGT llegaría a convocar movilizaciones al margen y a firmar un manifiesto contra el movimiento, por la utilización de métodos de autodefensa contundentes y por la participación en el mismo de organizaciones ultraderechistas. El mismo argumentario lastraría la participación en las movilizaciones de las organizaciones “a la izquierda del PCF” salvo excepciones. Será solo a partir de la última semana de noviembre cuando grupos de militantes revolucionarios comiencen a trazar formas más o menos coordinadas de intervención, en la mayoría de los casos con una proyección simple de carácter “antifascista”, intentando extirpar la presencia de militantes de la extrema derecha.

La movilización llegaría a su máximo apogeo el 8 de diciembre, cuando a la convocatoria de los “gilets jaunes” se adherirían los sindicatos mayoritarios y organizaciones estudiantiles. Una jornada que se saldaría con cientos de detenciones y heridos, la irrupción de la policía con fusiles de asalto en institutos y universidades, el despliegue del ejército en la isla Reunión, y más de 5 manifestantes asesinados. El periódico “Les Echos” llegó a asegurar que en términos económicos el movimiento ha causado pérdidas a la patronal asimilables a las huelgas de 1995: un cómputo de 2 mil millones de euros. No es de extrañar, a la vista de la contundencia desplegada, que el gobierno francés cediera y diera marcha atrás, no solo congelando los precios del gas, la electricidad y los carburantes, sino subiendo además el salario mínimo.

No podemos adivinar el desarrollo futuro del movimiento. El grado de represión empleado por el Estado, los señuelos lanzados en forma de concesiones por parte de Macron y la propia dificultad intrínseca del mismo a la hora de alcanzar grados superiores de organización, pueden terminar disolviendo esta experiencia como ocurrió con la “Nuit debut” —aunque haya entre ambos muchas diferencias—. Sin embargo, los condicionantes estructurales no van a dejar de agudizar las contradicciones de clase que impulsan en última instancia la movilización. El pueblo trabajador francés seguirá estallando, y la cuestión a resolver debiera ser: ¿van a estar los sectores revolucionarios a la altura para impulsar al pueblo hacia la conquista del poder? La imposición de esquemas al movimiento popular, la justificación de la inactividad mediante prejuicios y la incomprensión del extremado momento de debilidad en el que nos encontramos pueden dejarnos completamente en fuera de juego en las batallas que están por venir. Tanto en Francia como en España urge la consolidación de un referente político capaz de superar estos límites, capaz de orientar la intervención en los movimientos sociales, de unificar la lucha y de impulsar las exigencias y necesidades del pueblo trabajador hacia su confrontación con el sistema.

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