Enfoques y desenfoques en torno al periodo de vacunación

Este artículo formará parte de un folleto mayor que reunirá diversas publicaciones que desde Red Roja se comenzaron a escribir desde el inicio de la pandemia. Se ha querido que juegue un rol de posicionamiento firme en un asunto en el que hemos tenido que salir al paso, incluso al interior de nuestro propio marco organizativo.

 

 

(I) Las condiciones reales de partida

Ante la proliferación de excusas oficiales, que ahora pretenden explicar cada lacra del sistema amparándose en el virus, conviene hacer memoria de la situación en la que nos encontrábamos antes de la pandemia. Y es que no debemos dejarnos engañar por los datos macroeconómicos: el mundo ya estaba entrando en una fase de recesión antes del virus, con altos niveles de desempleo, bajos niveles de renta per cápita, inflación que ya se perfilaba, degradación de los servicios públicos y de los derechos laborales y, last but not least, una deuda pública imposible de pagar.

Hemos de fijarnos en la tasa de crecimiento del PIB mundial, que ha tenido una tendencia decreciente desde 2010, pasando de un 5,4% a un 2,9%. A esto debemos sumarle la disminución general de la productividad mundial, que no puede aguantar los ritmos de crecimiento que tenía antes de la crisis de los 70. En realidad, la pandemia no ha hecho más que acelerar ese proceso de entrada a la crisis y, como veremos, ha servido como excusa para tapar las grandes deficiencias del sistema.

El caso de España es paradigmático. El sistema sanitario ya andaba muy deteriorado de antes, con un proceso de privatización y una oleada de recortes desde 2008, como otros, muy ligados al rescate de un inútil sistema financiero. No fueron pocas las protestas reclamando un aumento de la inversión en recursos humanos y materiales para la Atención Primaria y Especializada. No hay que extrañarse, pues, del colapso sanitario que hemos vivido: la Sanidad Pública agoniza.

Nuestros datos sociales son igualmente escandalosos: en 2020, 12,5 millones de personas (es decir, el 26,4 % de la población española) estaban en Riesgo de Pobreza y/o Exclusión Social en nuestro país. De ellos, los más perjudicado eran (y son) los jóvenes de hasta 29 años. Pero hay que destacar el desamparo sufrido por los mayores, que en este contexto cada vez se acentúa más: de un 15% de gente mayor en riesgo de pobreza en 2019, se pasó a un 20% en 2020. Y eso sin contar con las condiciones de la parte inmigrante del proletariado (tanto legalizado como sin papeles).

Actualmente, si el índice de paro oficial es de por sí alto (13% a finales de 2021), lo más preocupante es toda esa gente que no figura en los indicadores, trabajando sin contrato o buscándose la vida como puede. Además de las personas que están en ERTE desde el principio de la pandemia y a las que seguramente les espere un despido inminente.

(II) La irrupción mundial del COVID

En un mundo globalizado, el virus se ha abierto paso en muy poco tiempo, demostrando de forma cruda lo mortal que puede ser si se le subestima. No hará falta recordar lo sucedido al principio en Bérgamo (Italia). Allí se produjo una de las imágenes más macabras de la pandemia: decenas de camiones militares cruzando las calles con ataúdes dentro, para llevarlos a los crematorios de otras ciudades. Los de dicha ciudad no daban abasto.

La presión de la patronal, cuando ya se estaban registrando numerosos casos de coronavirus, impidió cerrar unas fábricas en las que los empleados trabajaban sin protección sanitaria. En pleno pico de infectados, la compañía italiana Confindustria, lanzaba una campaña en las redes para evitar que se suspendiera la producción en sus fábricas, con el lema #YesWeWork (los sindicatos amenazaron con una huelga general si no se detenía la producción no esencial). Poco más tarde salía el presidente de Confindustria a defender la conveniencia de no cerrar: “No entiendo los motivos por los que los sindicatos querrían hacer huelga. El decreto ya es muy restrictivo: ¿qué más se tendría que hacer?”. “Ya perderemos 100.000 millones de euros al mes; no detener la economía conviene a todo el país”. El resultado no fue otro que miles de contagios y cientos de muertos.

Otro de los casos más sonados fue el de Brasil, donde hubo que cavar fosas comunes para los cadáveres. Pese a ello, el ultraderechista presidente Bolsonaro estuvo a la vanguardia del negacionismo de la pandemia, declarándola como una “gripecita” (y fueron numerosas las renuncias en el seno de su gobierno como consecuencia de su gestión). Los datos oficiales del país hablan por sí solos, con 620.000 muertos a lo largo de la pandemia y más de 4.000 muertes diarias en abril de 2021, en su pico más alto.

Sin irse tan lejos, situaciones extremas de fallecimientos se dieron aquí en España, y sobre todo en Madrid. Pero la otra masacre de la pandemia ha sido económica. Su irrupción supuso la paralización de la mayor parte del mundo, produciendo consecuencias nefastas en la economía global. Según la Organización Internacional del Trabajo, en 2020 se llegaron a destruir más de 255 millones de empleos en todo el mundo, siendo Brasil, México y Estados Unidos los más castigados en América (en este último país se llegaron a perder 21 millones de empleos tan solo en los dos primeros meses de la pandemia). Por parte de Europa, los más castigados fueron España e Italia, especialmente por su economía basada en un turismo que tuvo, de repente, que cerrar sus puertas. El shock inicial en 2020 supuso para el mundo un descenso del PIB de un 3% (y en España de un 11%), acentuado por una falta de planificación social y económica, en pos del “sálvese quien pueda” del libre mercado.

 

 

(III) La llegada de las vacunas

Ante esta situación de crisis sanitaria y económica, urgía la necesidad para cualquier país (sea de libre mercado o con planificación social) de volver lo antes posible a una normalidad más parecida a la antigua; es decir, a los niveles de producción anteriores a la pandemia. Ningún país puede sobrevivir con un parón masivo de la economía durante largo período de tiempo.

Para ello, y ante la imposibilidad de prolongar los confinamientos, una de las principales soluciones pasaba por la fabricación de una vacuna contra el COVID, por lo que el sector farmacéutico se puso rápidamente en marcha, sabiendo que el ganador de esta carrera científica podría rentabilizar sus esfuerzos sobremanera. Y así fue: surgieron las primeras vacunas occidentales, que no tardaron en distribuirse en todo el mundo: Pfizer, AstraZeneca, Moderna, Janssen… Esto ocurría de la mano del sector privado, debido a la falta de una industria pública en el Occidente capitalista, pero, eso sí, con la ayuda de unos “enormes subsidios públicos” necesarios para estas investigaciones)[1].

Pero, como es natural en un contexto capitalista, esta carrera tenía un claro componente geopolítico. Por eso, aunque la vacuna Sputnik fue la primera comercializada del mundo, no se llegó a plantear siquiera su distribución por Europa o EEUU. Estos países apostaron por vacunas fabricadas en Occidente, aunque se adquirieran a un precio mayor. La lucha geoestratégica imperialista era lo que realmente estaba más en juego. Y menos aún se habló de la vacuna cubana: Soberana, la primera vacuna latinoamericana; aunque Cuba ha buscado socios estratégicos como Venezuela, Vietnam o Irán para poder exportar sus vacunas, después de haberla administrado a casi toda su población.

La monopolización de las vacunas occidentales por razones económicas y geopolíticas ha tenido como consecuencia una menor distribución para el resto del mundo. No se ha tenido en cuenta que una vacunación global estaba llamada a frenar el surgimiento de nuevas variantes: la inclusión de nuevas y baratas vacunas supondría salvar muchas vidas.

(IV) Cómo se debió reaccionar… y cómo no

Efectivamente, un primer error político de calado fue banalizar la gravedad de la COVID 19. Constantemente, se aludía a la mortalidad del virus, que, efectivamente, se situaba por debajo del 1%. Pero no se tenía en cuenta la otra variante: su infectividad. Imaginemos una enfermedad que mata al 50%, pero solo infecta a 50 personas. Mataría, entonces, a 25. Ahora imaginemos una enfermedad que matara solo al 1%, pero infectara a un millón. Los muertos serían 10.000.

La COVID 19 se extendía rápidamente, corriendo como la pólvora. Con ello, colapsaba los hospitales y provocaba un cuello de botella en las UCI. A veces, había que elegir con qué paciente se utilizaba el respirador y a cuál se dejaba morir. Además, al estar colapsadas las UCI, morían más pacientes de otras dolencias, como simples víctimas de accidente. Los testigos de esto son innumerables, ¿o acaso todos los médicos del mundo estaban en el ajo de una “oscura conspiración”?

También se banalizaba la ciencia. Y se abandonaban los más elementales criterios del rigor. No se trataba de decir mentiras a sabiendas de que se mentía. Más que la mentira, era la posverdad: la total indiferencia hacia la verdad. Así, se daba por cierta cualquier información – viniera de donde viniera, fuera cual fuera su fuente y sin verificar nada – si encajaba con ciertos prejuicios o con lo que se deseaba escuchar.

La verdadera crítica a las vacunas desde el campo revolucionario, la que necesitábamos, atañía a la intención de utilizarla por parte del gobierno para “inmunizarse” políticamente frente a las críticas que se merecía por la nefasta gestión de la pandemia que ha hecho. También era criticable el hecho de que los países imperialistas acapararan las dosis, marginando a los países de la periferia y en particular a África (insistimos: además de por razones de elemental justicia, para evitar el surgimiento de variantes, como ha sucedido finalmente con ómicron).

Pero para nosotros no había que cifrarlo todo en la vacuna. China, con confinamientos breves pero estrictos (algo que podía permitirse precisamente por tener una economía planificada, capaz de parar) consiguió controlar el virus incluso antes de iniciar la vacunación (y, con todo, finalmente ha tenido que vacunar a su población). Ahora bien, en nuestras condiciones, ¿qué había que decirle a la gente? ¿Que se quedaran desprotegidos hasta que algún día, con suerte, llegue la revolución socialista para solucionar todos sus problemas?

De hecho, previamente, ¿no había que contribuir a imponer, desde la alarma que nos llegaba desde los propios trabajadores del sector sanitario, confinamientos inteligentes combinados con la utilización de la propia infraestructura hotelera ociosa y con la reorganización laboral del propio sector sanitario para no abandonar a su suerte a las familias en general y, en particular, a las de los propios trabajadores sanitarios? Pero, ¿Cómo hacer esto si se banalizaba lo que estaba sucediendo, llegándose al extremo de tachar de “hipocondríaca” y “borrega” a la gente?

(V) Un recurso tan fácil como vulgar: sobre las teorías de la conspiración

Como hemos adelantado, se ha dado crédito a todo tipo de bulos, sin atender al rigor que se nos exige. Se han utilizado fuentes sin contrastar en lo más mínimo su procedencia o su sesgo. Algunas de estas fuentes eran, por ejemplo, el Proyecto Veritas, que es un grupo de agitación ultraderechista de EE UU. También se le ha dado eco a la iniciativa de una europarlamentaria ultraderechista, Virginie Joron, del partido de Marine Le Pen.

Cierto: una afirmación no es incorrecta automáticamente porque casualmente la defienda la ultraderecha. Pero si solo la defiende la ultraderecha, si solo pueden citarse dichas fuentes porque no hay otras, ¿no es como mínimo para reflexionar? ¿No es de una enorme soberbia pensar que solo uno es quien se ha dado cuenta de eso que se afirma y que el resto es idiota?

Actualmente, ya es innegable que la vacuna ha servido para disminuir sustancialmente la mortalidad del virus. En las gráficas más recientes, las olas de defunciones ya no se levantan a la par que las olas de contagios, como sucedía antes de la vacunación. Las UCI ya no se colapsan (y esto ya se percibía antes de la llegada de ómicron). Podría aducirse que ello se debe a que la nueva variante es menos grave, y en parte es así. Pero, si se analizan los datos, en todo momento ha habido mayor incidencia del virus justo en las franjas de población que aún no estaban vacunadas. Lo mismo sucede con los ingresos en UCI y con los fallecimientos. Para colmo, los países europeos menos vacunados y los que registran una mayor mortalidad también coinciden, prácticamente en el mismo orden.

Negar que la vacuna, aun sin ser perfecta, funciona… es como negar que el agua moja. Pero ¿por qué habría que negarlo? Hay que enmarcar correctamente, y desde el marxismo, nuestra crítica a las farmacéuticas. Marx destacó la capacidad del capitalismo para desarrollar las fuerzas productivas. El problema de este sistema son las relaciones de producción. Es la propiedad de las farmacéuticas lo que hay que subvertir. De hecho, la guerra imperialista puede ser y es una atrocidad, pero es en los periodos de guerra donde más se desarrolla la ciencia (y también la cirugía).

Por cierto, en tiempos de emergencia, ante el desespero de numerosos sectores y con una cantidad excepcional de fallecimientos, es incluso normal que se haga una excepción con los protocolos de espera para aprobar un medicamento. Desde el propio sector sanitario, y ante el desbordamiento de fallecidos e ingresos en UCI, se veía mejor correr un cierto riesgo, sin esperar tantos años de prueba para la aprobación de una vacuna, antes que correr el riesgo seguro y mayor de no tener nada y seguir instalados en esa situación de gravedad extrema.

En cualquier caso, ¿realmente podemos pensar que, si las vacunas no funcionaran, los Estados se gastarían miles de millones en ellas? ¿Vacunarían a sus fuerzas armadas y a su policía en primer lugar, como han hecho? ¿Les negarían las vacunas a los países más pobres? Por otro lado, si una empresa sacara al mercado un producto inocuo, ¿no la denunciarían el resto de empresas?

En realidad, sin darse cuenta, quienes promueven la bobada del “Nuevo Orden Mundial” están reeditando la teoría del “ultraimperialismo” de Kautsky. Pero Lenin ya advirtió sobre el error de negar la competencia bajo el imperialismo. Tanto los Estados como las empresas compiten unos con otros, y nadie que entienda un poco de política internacional o de historia podría creerse una conspiración en la que estuvieran conchabados EE UU y China, EE UU y Cuba, Israel y Palestina, etc. ¿Acaso es un poder superior extraterrestre el que los aúna a todos? Pero esto no es un asunto de broma porque, por si fuera poco, esta falta de rigor, este esquema del “Nuevo Orden Mundial” impide ver la fragilidad interna del enemigo, que aparece así reforzado y todopoderoso.

Hay en todo este asunto un desenfoque que demuestra la profunda inmadurez política de algunos sectores de la izquierda. El análisis marxista difiere claramente del de un teórico de la conspiración porque, para el primero, los grandes poderes económicos pretenden explotarnos para apropiarse del plusvalor y, para los segundos, pretenden “generar miedo” o incluso un “gran reinicio” en él se extermine a la mayoría de la población.

Lejos de la insensatez de que “pretenden crear miedo”, al inicio de la pandemia el gobierno y sus medios ocultaron la gravedad de los hechos y quisieron hacernos creer que esto no era más que “una simple gripe o un resfriado”. Solo cuando se hizo imposible seguir manteniendo esto, admitieron la gravedad de la enfermedad… pero ya era tarde y, como diría el poeta, nos habían robado el mes de abril. Y, a muchos, la vida. ¿Mintieron en las cifras de fallecidos? Por supuesto: para disminuirlas y tratando de disimular la barbarie acaecida en las residencias de ancianos, sobre todo en localidades como Madrid.

Lejos de interesarle tenernos en casa, al sistema le interesa que se reactive la actividad económica y haya movimiento y consumo. Si actualmente han reducido las cuarentenas a siete días (y seguro que hubieran querido reducirlas más, pero la pelea politiquera lo ha impedido), no es porque ómicron abandone nuestro cuerpo antes, sino porque la economía no resiste la situación y tienen que reactivarla como sea. La riqueza no se crea si estamos confinados o enfermos en casa. El sistema no tiene como objetivo primero asustarnos. Tampoco matarnos. Todo eso lo deja, en todo caso, para quienes se les enfrentan. Lo que en primer lugar necesita y ansía es explotar nuestra fuerza de trabajo. Al menos desde un análisis marxista, y no conspiracionista.

Todo esto no podía sino terminar para ciertos sectores del movimiento comunista como ha terminado: el blog mpr21 ha llegado al extremo de acusar a Cuba de inventarse los datos de coronavirus y de mentir. ¿Para qué? Para hacer negocio vendiendo sus vacunas. Así, en lugar de destacar el heroico logro socialista de que una pequeña isla como Cuba haya logrado tener vacunas soberanas, que no solo protegen a su población sino también a Venezuela y a otros países del campo antiimperialista, ¿qué es lo que se hace? Tildarla de falsificadora y mercantilista. No es necesario recordar una vez más que todos estos disparates se oponen frontalmente a la línea política en la que venimos trabajando desde hace años. En la introducción del folleto que cierra este artículo ya se resalta este aspecto.

(VI) Un virus bien real que, a su vez, se utiliza como pretexto para la represión

Volvamos al terreno económico. Porque un análisis histórico de la economía nos lleva a la inevitable conclusión de que los capitalistas tienen cada vez menos margen de maniobra. Esto se manifiesta en la tendencia oligopolista del sector bancario (véanse las concentraciones de los grandes bancos como CaixaBank y Bankia, o Unicaja y Liberbank; y véase cómo, al mismo tiempo, estos anuncian despidos masivos).

Mientras se encargan de aumentar la precariedad y flexibilidad laboral para mantener su tasa de ganancia, tienen que asegurarse que eso no conlleve un aumento del malestar y la protesta. En ese aspecto, es evidente que han utilizado la pandemia para calmar la situación en las calles. Se ha pretendido impedir la movilización social, utilizando a la pandemia como excusa. Eso sí: se dejaba ir a los trabajadores a trabajar a las empresas en medio del confinamiento y sin protección sanitaria adecuada. Las imágenes en el metro de Madrid hablaron por sí solas.

Así, en este contexto, ante el 1º de mayo de 2020, la Justicia prohibió de facto la convocatoria de concentraciones a lo largo de todo el país (menos en Zaragoza), aunque se planificara el cumplimiento de todas las medidas sanitarias pertinentes (ni siquiera permitieron manifestaciones en coches). Era una vulneración flagrante del derecho a la manifestación, puesto que ya en una sentencia de 2016 el Tribunal Constitucional dictaba que “a diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración de estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental”. Quince días después de esto, se permite una manifestación en el barrio de Salamanca, en Madrid, uno de los barrios más ricos de España, dejándonos un ejemplo más de la “imparcialidad” del Estado.

Otra cosa es que, en coyunturas así, un verdadero movimiento revolucionario tendría que garantizar la lucha a cualquier precio y con total independencia política. Pero nunca negando la gravedad de la situación. Y comprendiendo, de hecho, las prevenciones que los mismos sectores en lucha, empezando por nuestros compañeros sindicalistas del sector sanitario, nos estaban haciendo llegar.

 

 

 

(VII) La llegada de los Fondos de Reconstrucción y de los ERTE

Ante el desastre económico en curso, se implementaron también estos fondos, que en teoría suponían la llegada de 750.000 millones de euros (en teoría, para reparar los daños económicos y sociales causados por la pandemia). Para empezar, hay que recordar que estos fondos no dejan de ser una emisión de deuda pública. Es decir, que obviamente no son gratis: se trata de dinero pedido prestado a entidades financieras a cambio de unos intereses. Los niveles de deuda pública que ya soportaba la Unión Europea en su primer trimestre de 2021 era de un 92% del PIB anual (y de un 125% en España). Solo se podría satisfacer esa deuda si dedicásemos toda la producción de un año de todos los países europeos para ello, por lo que no es más que una deuda eterna e impagable que emplean para tenernos sometidos.

Aunque estos fondos se celebraran a bombo y platillo como una gran ayuda que repararía los daños económicos y sociales, hay que analizar a quién se ayudará realmente. De los 750.000 millones de euros, 140.000 se destinarán a España; pero no se pueden utilizar libremente, sino que están férreamente controlados por Bruselas (como reconocía la propia Carmen Calvo) y tienen que estar fundamentados en cuatro pilares: “transformación digital, transición ecológica, cohesión social y territorial, e igualdad.”. Sin duda cuatro aspectos que suenan muy bien… pero que no vienen a satisfacer realmente nuestras necesidades básicas. Naturalmente, estos fondos están siendo concentrados en las mismas grandes empresas de siempre. Sobre este aspecto es reseñable el hecho de que las Big Four (las cuatro grandes consultoras privadas: Deloitte, EY, KPMG y PwC) estén asesorando al gobierno no solo para el diseño de los fondos, sino también para su destino, mientras que, a la vez, asesoran también a las grandes empresas sobre cómo conseguir dichos fondos.

Por si fuera poco, estas ayudas vienen en detrimento de los sectores populares, pues su aplicación está sometida a ciertas condiciones, como la sempiterna retahíla de recortes de los servicios públicos y de pensiones, las privatizaciones y las reformas laborales. En cuanto a los ERTE, eran una de las principales medidas del gobierno para frenar los despidos. Y así ha sido… pero solo por un período de tiempo. El Estado pasa a pagar la cantidad íntegra del ERTE (en concreto un 70% de tu salario los primeros 180 días y un 50% a partir de ahí). Actualmente, muchas personas están ya cobrando la mitad de su sueldo (hablamos de quienes tenían contrato, pero no hay que olvidar que la economía sumergida puede llegar al 17% del PIB en España, según el FMI). No hay que olvidar tampoco que, al cobrar por medio del ERTE, consumes el paro.

Otro de los grandes mitos del Gobierno respecto al ERTE era la imposibilidad de despedir a las personas en esta situación, por lo menos hasta pasados seis meses desde la finalización de este. La realidad: la única consecuencia del incumplimiento de esta premisa es la devolución de las cotizaciones a la Seguridad Social, en caso de haberlas disfrutado. Además, ya es sabido que numerosas grandes compañías, como el Corte Inglés, Douglas, H&M o NH, anunciaron despidos colectivos (ERE). No es necesario ahondar en el Ingreso Mínimo Vital, tan cacareado por Pablo Iglesias pero un completo fracaso. Primero, por lo difícil que es solicitarlo y, segundo, porque solo ha llegado a 40% de los hogares previstos. A mitad de 2021 se estimaba que se habían rechazado el 90% de solicitudes. Y todo esto ocurre mientras, aún hoy, hay que reservar miles de millones para cubrir la quiebra del banco malo (Sareb), con el Estado como fiador para hacer que una buena parte del sistema financiero salga de rositas de sus fechorías[2].

VIII. ¿Qué hacer ante el nuevo contexto?

Los acontecimientos están sirviendo para poner de relieve la importancia de lo público. Si hubiéramos tenido una infraestructura sanitaria pública más fuerte, con más recursos humanos y materiales, habríamos estado desde luego mejor preparados para afrontar lo que se avecinaba. Los hospitales no habrían estado tan saturados y la atención primaria habría podido dar una respuesta más rápida en vez de atender telefónicamente y con un tiempo máximo de llamada para ocuparse de cada paciente.

Pero la privatización ha supuesto una merma de los recursos públicos para invertirlos en las compañías privadas (por ejemplo, mediante conciertos). Este proceso está ya muy avanzado, dado que la mayoría de los hospitales son privados (un 58% en 2019). En cuanto a las residencias, la proporción es mucho mayor: el 75% de estas son privadas.

Los que tengan un poco de memoria se acordarán de cómo, en pleno inicio de la pandemia y con los hospitales totalmente colapsados, se prefirió levantar infraestructuras provisionales de contingencia en vez de intervenir la sanidad privada. Pues bien, no solo se debería haber intervenido temporalmente la sanidad privada. Sigue siendo absolutamente necesario expropiarla para servir al interés común, y estamos en un contexto propicio para que las más amplias capas populares asuman este programa.

Por otro lado, si hubiéramos tenido una industria farmacéutica fuerte, tampoco dependeríamos del sector oligopolista privado, donde diez compañías poseen el 40% de la cuota de mercado global. Ni estaríamos pujando cantidades billonarias por las vacunas, que deberían ser un bien público prioritario. El ejemplo lo tenemos en Cuba, donde, como ya hemos adelantado, con sus propias vacunas (Soberana y Abdala) han conseguido vacunar a más de un 85% de la población, invirtiendo en su propia industria.

Hoy día existen mejores condiciones para que nuestro pueblo asuma que dejar las cosas en manos del libre mercado solo sirve para “estabilizar el desorden”, estableciendo como norma un “sálvese quien pueda” ante problemas que necesitan soluciones colectivas. Y es que la planificación social y económica ha demostrado una aplastante superioridad sobre el libre mercado para atajar el coronavirus. Solo hay que ver los hechos: mientras la mayor parte del mundo caía en una inevitable recesión en 2020, China seguía creciendo, aumentando su PIB en un 2,3% en plena pandemia. ¿Recurriremos a teorías conspirativas para explicarlo, en lugar de alabar la economía planificada?

Unas de las claves del éxito del gigante asiático fueron, como vimos, acciones efectivas de confinamientos, rastreos, pruebas y cuarentenas ante la más mínima señal de riesgo en una zona determinada. El resultado obtenido fue una rápida reanudación de la actividad económica. Debemos insistir en que, al controlar los sectores estratégicos de su economía, China podía parar realmente. Occidente, no. La República Popular ha demostrado ser capaz de movilizar los recursos necesarios para la erradicación del virus, anticipándose y evitando que llegara a salirse de control. Algunos de sus hitos hablan por sí mismos, cuando construyó un hospital en diez días; o cuando creó la segunda vacuna del mundo, después de la rusa.

No debemos, pues, acomplejarnos lo más mínimo. No solo necesitamos, en este contexto, retomar la movilización social. Sino que hay que decir alto y claro que, en situaciones de crisis agudas, el reformismo no vale. Necesitamos un frente amplio para la salvación de nuestro pueblo: por la insumisión frente a los dictados de Bruselas, contra la ilegitima deuda, por la nacionalización de la banca y de la sanidad, por la planificación racional de la economía. La pandemia ha vuelto a recordarnos lo que todas las anteriores crisis nos demostraron: que solo con estas medidas podremos responder verdaderamente a las necesidades de nuestra población.

 


[1] https://elpais.com/ciencia/2022-01-06/los-ejecutivos-de-pfizer-y-moderna-deberian-ser-mas-altruistas-al-calcular-sus-ganancias.html

[2] https://elpais.com/opinion/2022-01-25/sareb-herencia-ruinosa.html

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