Después del virus, ni peste ni cólera

¡PAREMOS LA MARCHA DEL CAPITAL HACIA EL NEOFASCISMO!

Rémy Herrera
29 de junio de 2020

Surrealista. Los acontecimientos que a partir de mediados de marzo de 2020, con la irrupción del coronavirus, hicieron hundirse a todo un país, y a otros muchos, tienen algo de surrealista. Menos por la invasión inesperada de la pandemia en sí, como por las opciones de política socio-económica que al respecto se tomaron. El riesgo de una epidemia global ya se había anunciado desde hace años por científicos especialistas – en consonancia con la amenaza de eventuales catástrofes naturales (o nucleares), por ejemplo, previstas por otros investigadores… Si el recuento cotidiano de las muertes causadas por el virus nos horrorizó, si la afluencia a los hospitales de enfermos contaminados nos angustió, la «gestión de la crisis del covid’19» en sí misma nos descolocó. Las medidas tomadas en lo alto de la pirámide de las autoridades han tenido enormes consecuencias, extremadamente graves, sencillamente monstruosas. Porque se ha pretendido hacernos aceptar como normal el hecho de que unos equipos médicos, desvalijados ex ante de medios para ejercer su cometido – que consiste en salvar vidas – se vean obligados ex post a escoger, de entre los pacientes, a los que había que salvarles la vida a toda costa y los otros, los ancianos, vulnerables, llamados “polipatológicos” o “comórbidos”, es decir, los que en realidad, por su estado de salud, más necesitarían de cuidados. Estas selecciones revelaron, y cuán dramáticamente, la inmoralidad culpable de los altos responsables del país, políticos por supuesto, pero también, y sobre todo, económicos – ya que la lealtad de los primeros a los segundos, del interés general a los intereses de una camarilla de grandes accionistas rapaces, feroces, desvergonzadamente antipatrióticos, además, acaba por poner en peligro a la humanidad: después de haber dañado al mundo, desesperado a nuestros jóvenes, degradado nuestras condiciones de vida y de trabajo, ahora quieren abandonar a nuestros ancianos.

Una vez disipados el estupor y la incredulidad, amplios sectores del pueblo francés pudieron comprender que sus dirigentes no les serían de ninguna ayuda en tales casos, excepcionales sin duda, pero en los que el individuo siente como nunca la necesidad vital de ser protegido. Pronto se dieron cuenta de que era contra ellos, y no contra un virus, contra los que los representantes de las clases dominantes se habían puesto «en guerra», y que, de hecho, ellos no formaban parte de aquel «nosotros» del que había hablado E. Macron en su alocución del 16 de marzo. Nuestro «nosotros», el de los gobernados, se vio confinado en sus trincheras, obligado a reconocer que la sociedad en la que se nos encarcela es la del cada uno para sí, la del todos contra todos, la del sálvese quien pueda. Una sociedad en la que los gobernantes y los poderes a los que estos sirven, están dispuestos a decretar que no hay plaza para todos nosotros – plazas suficientes en el «mercado» de trabajo, ni en el de la vivienda, que no hay unos salarios decentes que permitan vivir dignamente o expresarse democráticamente, que ya no hay sitio en las filas de espera de la entrega de mascarillas o de los servicios de reanimación en tiempos de coronavirus. Esta sociedad tiene un nombre. Ese nombre es capitalismo.

A finales de febrero apenas había dudas entre los microbiólogos, en primer lugar los virólogos, pero también los epidemiólogos, infectólogos y otras voces autorizadas: la inevitabilidad de la pandemia ya estaba científicamente demostrada. Hacía ya casi un mes que la OMS había declarado la «urgencia de salud pública mundial»; hacía más de un mes que los investigadores chinos habían identificado el virus, descubierto (ultra-rápidamente) un test de detección y publicado la secuencia genética del nuevo agente infeccioso. El 6 de marzo, «sacándole jugo a la vida», el presidente francés y su esposa salían por la noche para aplaudir la representación de una obra de teatro (que ponía en escena a un jefe de estado recientemente elegido, pero enfermo, dialogando con un psiquiatra [¿un lapsus revelador?]). Paseando por los Campos Elíseos, bajo los destellos de los flases, los dos tortolitos se mofaban de nuevo del peligro el día 9 de marzo. ¿Mensaje dirigido a los franceses en ese momento tan singular? ¡Diviértanse! Hacía cinco días que el coordinador de la primera misión de la OMS en Wuhan, el doctor Bruce Aylward, canadiense, había insistido en el New York Times (a fecha de 4 de marzo) sobre la extraordinaria gravedad de la situación.

El 29 de febrero, el día después de la transición del país a la «etapa 2» y la recomendación de la OMS de movilizar a «todo el gobierno» para controlar la pandemia, la agenda del Consejo de Ministros «excepcional» dedicada al coronavirus fue puesta patas arriba por el ejecutivo de otro pequeño reyezuelo, visiblemente más preocupado por respetar la agenda de demolición de las conquistas sociales dictada por la MEDEF: pasar el bulldozer modelo 49.3 sobre el sistema de pensiones, prohibir todas las manifestaciones y, para que el estruendo de la excavadora antidemocrática se oiga un poco menos, mantener para el 15 de marzo la celebración de elecciones municipales. Incluso si esto significaba enviar a la primera línea de fuego, sin mascarilla ni nada, a los asesores de los colegios electorales y sus conciudadanos.

La «gestión a la francesa» de la pandemia covid’19 fue catastrófica. De principio a fin. Los desordenadores de Francia entrarán en la historia por la misma puerta que los malhechores y los traidores. Ya habían confirmado la sentencia a garrote vil del hospital público pronunciada por sus antecesores, suprimiendo camas, pagando al personal a todo correr, precarizando a extranjeros, arcaizando las instalaciones, transformando la sanidad en un supermercado. Ya habían deslocalizado la producción de equipamientos y medicamentos, entregado la investigación a la voracidad del beneficio de los laboratorios farmacéuticos privados, pasado la verdad científica por el tamiz del cálculo de beneficios. Y por si fuera poco, en plena crisis covid’19, decidieron a sabiendas, cínicamente, criminalmente, no proteger a la población y no curar a los enfermos, algo absolutamente increíble. ¡«Si tienes los síntomas del coronavirus, puede que estés enfermo. En ese caso… musiquilla… quédate en casa»! Esa fue la alucinante consigna difundida por las autoridades sanitarias. No juzgaron útil realizar test a gran escala, ni organizar oportunamente los indispensables almacenamientos de respiradores, intubadores, mascarillas, gafas protectoras, camisas, guantes, geles alcohólicos. Por no hablar de los tratamientos que provocan algún efecto, al parecer favorable, contra el coronavirus –al tiempo que miserables polémicas de periodistas autoproclamados expertos se olvidaban de rellenar la casilla «conflictos de intereses». Los médicos y sus equipos, enviados al frente por un jefe militar que jugaba con ellos como con soldados de plomo, vestidos con bolsas de la basura y mascarillas de trapos cosidos estilo casero, no tuvieron ni siquiera suficientes sedantes para aliviar a los moribundos, a los desafortunados «no reanimables» que no habían obtenido una «puntuación de fragilidad» correcta… En algunos sitios, no se asignó equipo de protección a los servicios psiquiátricos, ¿deliberadamente? Por no mencionar los lúgubres geriátricos, de los que muchas direcciones dejaron rápidamente de informar a las instancias «competentes» de sus fallecidos. ¿Y sobre el terreno? Faltaba de todo, excepto el coraje. ¡Hurra a los héroes!

Abajo, los confinados. Los que no pudieron resistir sino gracias a los trabajadores de los sectores esenciales, también ellos heroicos: agricultores, obreros de la industria agroalimentaria, cajeras de los supermercados, repartidores, estibadores, empleadas de la limpieza, agentes de los servicios públicos, y tantos otros invisibles y anónimos… ¿Y arriba? ¡Los cabrones con…sumados! ¡En medio de confetis de Estado arrastrándose por aquí y por allá, residuos de las juergas y saturnales del neoliberalismo que celebra cada día, desde hace 40 años, la fiesta de los millonarios!

Durante la pandemia, los líderes de la gran patronal francesa se mostraron de lo más rastrero. Los mandamases no soñaron más que en enchironarnos, en sus mini-dictaduras de patrón-matón, no pensaron más que volver a ponernos, en cuanto terminara el confinamiento, bajo la férula de la explotación. Los mismos que casi tenían ya convencidos a la mayoría de los amables organizadores de la “izquierda”, que clase trabajadora y nación habían desaparecido ¡las vieron resurgir más vigorosas que nunca! Los mismos que nos contaban que ellos podían como por arte de magia prescindir de nosotros para crear riqueza, de repente fueron presa del miedo al ver que sin nosotros, el ciclo del capital, su bomba de sacar pasta, se bloqueó. Los mismos que, para hacer olvidar que la nación, nacida en nuestras filas, es el marco de lucha de las clases y un baluarte contra su mundialización salvaje, la tiran de nuevo por tierra para pasto de la extrema derecha. Airbus reabrió veloz sus fábricas con lo que privó de mascarillas (FFP2) a los que carecían de ellas. La multinacional farmacéutica Sanofi, dando prioridad a los Estados Unidos, humilló al Tesoro, que sin embargo le había firmado grandes cheques.

La Renault más tarde anuncia miles de despidos al tiempo que se embolsa sus miles de millones de dinero público. La Peugeot post-covid, prefirió recurrir a trabajadores desplazados en vez de temporeros locales. B. Arnault y Vuitton nos volvieron a mostrar el film de Notre-Dame lo que les supuso un bonito golpe publicitario. La MEDEF [patronal francesa], que viene insistiendo desde hace décadas en la flexibilización y la precarización de los contratos, en desvincular a las empresas de la financiación de la Seguridad social y promoviendo las deslocalizaciones, es seguramente, e inmensamente, responsable no solo de la desindustrialización del país – donde ya ni se sabe fabricar una torunda (¡un bastoncillo flexible!) o un paracetamol –, sino también de la dramática penuria que ocurrió. Y que el Gobierno disimuló.

Se ‘agradeció’ también a los « héroes de la primera línea » despidiéndoles en cuanto se levantó el confinamiento. Habíamos visto a patronos liquidar o romper las máquinas de las últimas fábricas de mascarillas en Francia, y ahora vemos cómo se hunden 200 pymes del sector que habían creído ingenuamente las palabras macronianas. ¿No sabían que el Kreacher de los mortífagos de las finanzas no dice la verdad más que a los banqueros que, tan sinvergüenzas como su elfo doméstico, no han apoquinado ni un duro? Que no quepa duda. Tarde o temprano llegará la hora de la justicia social y todos esos grandes accionistas serán juzgados por alta traición, condenados y expropiados. Hará falta tiempo para que rindan cuentas y sus privilegios queden anulados, pero el escándalo es tan repugnante que pronto llegará el momento en que, unidos, encontremos la fuerza para hacerles desembolsar todo lo que nos roban, para enseñar buenos modales a esos muy ricos despreocupados, para enseñar a los nuevos aristócratas avariciosos y a sus malos compinches en los paraísos fiscales a comportarse bien, a vivir en sociedad. Para educar a los detentadores de la violencia llamada «legítima» que, en nuestra República, no asfixiamos a las personas, no las golpeamos, no les cortamos las manos ni los pies ni nada, y que tampoco llamamos «moro» a nadie.

Mientras tanto, los trabajadores iban resistiendo en toda Francia, por el derecho a abandonar el puesto de trabajo, en defensa del paro parcial y la presentación de denuncias: por ejemplo, en los hospitales públicos (como en la movilización del 16 de junio); en la industria, en el automóvil y sus subcontratistas (Valeo, Faurecia, Burelle), en la aeronáutica (Daher, Safran), en las infraestructuras ferroviarias (Alstom), en los astilleros (del Atlántico), en la siderurgia (Arcelormittal), en los embalajes (Allard); en los servicios (Carrefour, Amazon, La Redoute, Deliveroo, Uber Eats, La Poste, etc.), entre otros muchos.. Y hará falta seguir resistiendo, luchando con todas nuestras fuerzas contra la Blitzkrieg, esa guerra relámpago hoy desencadenada por la patronal con la idea de barrer todo lo que queda del código laboral con el pretexto de « salvar la economía ». Una patronal acompañada por los líderes sindicales más entregados, colaboradores de clase y eurólatras (¿qué ganaría la CGT quedándose entre ellos sino perderse?), y sostenida por un ejecutivo con prerrogativas cada día más reforzadas, de cuyo poder están hartos nuestros conciudadanos, asqueados de tanta sumisión, traición, corrupción y represión.

En el tobogán que la precipita hacia las aguas turbias de las candidaturas a la alcaldía de París, la antigua ministra de Sanidad, Agnès Buzyn, largó que ella ya sabía la que se venía y que ya les había avisado a todos –  dijo que había prevenido al jefe de Estado desde el 11 de enero, y que advirtió al primer ministro el 30 de marzo de que el pico de la epidemia en Francia llegaría hacia el 15 de marzo –; todos lo sabían. Traer a cuento la desenvoltura de Enmanuel Macron, menos dolorosa de soportar que la de un Trump o la de un Johnson, es importante: eso recuerda que son los poderes del dinero que vampiriza nuestras economías los que hicieron pasar el casting de actores de la ópera bufa en que se ha convertido la democracia burguesa. Evocar la incompetencia de este o aquel ministro tiene también su importancia, pero no dejan de ser los pararrayos que cubren las maniobras de sus jefes, los verdaderos, los accionistas del Leviatán financiero y de sus imperios económicos que juegan con el planeta como el globo terrestre de plástico del dictador Adenoïd Hynkel, gobiernan nuestras sociedades, maltratan nuestros servicios públicos, someten nuestras conciencias, controlan todos los aspectos de nuestra existencia individual. Esos grandes propietarios del capitalismo habían prometido la opulencia; nos condenan a la penuria organizada – la que hemos padecido durante la pandemia del coronavirus – y a la crisis sistémica – la peor depresión económica desde la Segunda Guerra mundial que se nos viene. Glorificaban la libertad y tienen secuestrado al obrero, desde su infancia hasta la muerte cautivo de su máquina tragaperras que es el salario. Sacralizaban al individuo y lo han brutalmente aniquilado para imponer su frío cálculo del « valor económico » de cada ser humano como criterio que zanja la cuestión de saber, ya que reinan sobre la miseria y el fatalismo, si este debe vivir o aquel debe morir. ¡Amén de la bancarrota made in France, la eugenesia generalizada como proyecto del capital!

No nos engañemos. Los asesinos todos viven arriba, por encima de un Estado cuyas cuerdas manejan para echarnos a unos contra los otros, dividirnos, domesticarnos hasta el punto de no reaccionar a la vista de unos indigentes sin hogar durmiendo delante de un edificio desocupado, migrantes tragados por las olas, familias bombardeadas en lejanos países por nuestros “buenos” soldados… Es el sistema que quieren ver eternizarse – el capitalismo –, el mismo que los fascistas en 1936 vigorizaron gritando « ¡viva la muerte! » y « ¡muera la inteligencia! ». Parece que los tiranos que dominan a los que nos gobiernan están hoy determinados a acudir al neofascismo para perdurar. Que hayan decidido incluso que después del virus, para el pueblo francés no hay más que la peste o el cólera: si ocurriera que el comediante E. Macron recibe una lluvia de tomates, nos concederían el derecho de elegir a la benjamina de las hijas de Le Pen. ¡Hay sectores de las clases dominantes que efectivamente ya la tienen designada!

Todas estos super-poderes que poseen y controlan totalmente los aparatos de información y comunicación, además de un influyente espectro de redes sociales, siguen apoyando, por supuesto, a distancia, al actual ocupante ilegal de 55 rue du Faubourg-Saint-Honoré en París. Pero estos financiadores intentan ahora rodear todo el espacio de la lucha de clases en el marco de los conflictos internos de las clases dominantes – de los que forma parte Marine Le Pen – para monopolizar el debate político y situar su centro de gravedad entre la derecha y la extrema derecha. Como en los Estados Unidos, donde se están destrozando mutuamente los «globalistas» (Biden) y los «continentalistas» (Trump).

Así que han sacado de su jaula a una manada de editorialistas y tertulianos, cada uno más reaccionario que el anterior, mostrando colmillos, mordiendo, sedientos de sangre, transmitiendo racismo. Son como monteros excitando a los sabuesos, censores políticos odiosos a hacer palidecer a la ORTF. Los grandes financistas de este régimen habían conseguido que E. Macron fuera elegido en 2017 tras una campaña publicitaria relámpago, entre telecompras y telerrealidad. Cambiarán de método con vistas a la elección presidencial de 2022. Hasta el escrutinio decisivo, perseguirán a este pueblo rebelde, le harán perseguir a las bestias inmundas del neofascismo en una caza a corro, a trompa y a grito, cuyo objetivo es capturar por agotamiento.

Entonces ¿qué hacer ante este panorama ? Vamos a tener que ser aguerridos, mucho más combativos, pasar de la defensiva a la ofensiva, esperar poder salir de esta trampa dilemática, para que nuestro «mundo después» no sea su «nuevo orden» – del que nació el FN en 1972 -, para que el eslogan de LaReMne de «unión nacional» no prefigure el advenimiento del RN, como una «revolución nacional», resucitando lo peor de la historia del país. Y para ganar, tendremos que convencer. Convencidos de que para lograr detener la máquina infernal de la crisis sistémica y las guerras imperialistas, la destrucción de los individuos, las sociedades y el medio ambiente, el agravamiento de las desigualdades, el racismo y el patriarcado, la degradación cultural, la regresión de los derechos civiles y democráticos, tendremos que superar definitivamente el capitalismo e iniciar de verdad una transición socialista.


Traducción de Red Roja

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