De las luchas nacionales a la estrategia estatal

El gobierno catalán de coalición independentista, apoyado en el 52% de los votos, ha caído tras un año y medio de pugna estéril entre ERC y Junts por el control institucional, disputando el discurso retórico y la política de alianzas con el “gobierno progresista”. Es el fin del procés catalán, entendido este como el acuerdo interclasista de los partidos nacionalistas para “obtener la independencia” desde la presión institucional y las decisiones parlamentarias, yendo “de la ley a la ley”. El fracaso de esa estrategia, la represión del Estado y la frustración de las bases del independentismo han forzado en la práctica el balance que las cúpulas nunca han querido asumir: la autonomía es funcional al Régimen del 78, la Constitución se hizo para dificultar en extremo su modificación e incluye títulos como el 2º y el 8º con los que el aparato del Estado impuso la unidad territorial y la garantía militar por encima de la voluntad democrática de los pueblos. De la ley a la ley solo fueron la jefatura del Estado –con juramento de los Principios del Movimiento (franquista)– a la sucesión borbónica y a la monarquía constitucional. Y también a las Cortes fascistas a través de la Reforma Política de Arias Navarro y la legalización de los partidos en el Régimen del 78.

Otra cosa no cabe en esa evolución cosmética del Estado, que ha permitido algunas reformas y libertades formales, siempre inocuas para el poder económico, judicial y represivo que mantiene poder y privilegios fuera del control democrático. Este nuevo gobierno de Aragonés responde a la normalización autonómica de la Generalitat y da la espalda a las exigencias de los manifestantes de los 11 de Septiembre, 1 de Octubre y muchas otras jornadas de lucha. Los esfuerzos por  sustituir los objetivos soberanistas por acuerdos futuros y concesiones que “alivien” la represión (como la reciente reforma del delito de sedición que, a cambio, refuerza las herramientas del Estado para reprimir protestas, cortes de vías y acciones similares) han desmovilizado la calle separando los sectores activos y han obligado a Junts y la CUP a desmarcarse. Una parte del movimiento independentista sigue –desengañada de sus dirigentes– buscando nueva estrategia unitaria y una dirección política alternativa, o expresándose a través de las actividades de la ANC o el Consell de la República.

La lucha nacional es permanente, como la lucha de clases, aunque aparece en distintas fases, y ambas se entrelazan de modo que los intereses de la burguesía quedan en evidencia cuando la primera alcanza niveles de movilización masivos y en proceso de radicalización. El pueblo proyecta sus reivindicaciones sociales en sus aspiraciones democráticas planteando objetivamente un proceso revolucionario que la dirección pequeñoburguesa teme y trata de frenar, prefiriendo incluso echarse en brazos del adversario opresor antes que verse superados por el movimiento popular. Ocurrió en Catalunya en 2017 y 2019 con la desmovilización ordenada desde arriba, pero hubo precedentes aún más claros en 1934 (Companys rindió la Generalitat sin lucha) y en 1936 (Cambó a favor de Franco, dirigentes del PNV entregaron las defensas de Bilbao…), cuando primaron los intereses comunes de la burguesía frente al ascenso de masas durante la 2ª República que amenazó a los terratenientes de todo el Estado y a los financieros e industriales catalanes y vascos.

Para quien pretende superar el estado actual de las cosas, la cuestión esencial se concentra en cuál es la estrategia para acumular fuerzas en la disputa del poder frente al Estado. Los nacionalistas tienden a definir la unidad nacional como premisa necesaria e insisten en trabajar por la desconexión mental del movimiento respecto al marco estatal. Así, aparece la voluntad de levantar una sociedad civil autoorganizada y culturalmente desvinculada (obvio, cuando se es una minoría nacional que reivindica un territorio frente a intentos reiterados de troceamiento, anulación y asimilación desde la administración estatal); una tendencia que facilita el desarrollo social del movimiento en su territorio pero que impone severos límites políticos.

Un pueblo oprimido tiene derecho a organizarse y defenderse como decida, pero esto puede situarle en la impotencia de superar una posición de inferioridad demográfica y económica que le impidan conseguir sus reivindicaciones históricas: necesita aliados y sobre todo aprovechar las contradicciones del estado opresor, las luchas sociales y los conflictos políticos para neutralizar la capacidad represora y combatir el nacionalismo reaccionario de la nación dominante. Sin embargo, hay trabas materiales y sobre todo ideológicas que dificultan la construcción de alianzas: proceden de la ideología dominante y del nacionalismo español, tan normalizado y predominante que ni siquiera se tiene en cuenta. La desconfianza hacia “el resto del Estado” y la ausencia de criterio de clase e internacionalista facilita las teorizaciones pequeño-burguesas de los marcos autónomos de la lucha de clases y la pretensión de que la conciliación de clases a nivel de la autonomía catalana, gallega o vasca es más factible y rentable (por tener circunstancias particulares, una lengua común o una interlocución cercana) que un trabajo unitario en el nivel estatal. De ahí a inhibirse en movilizaciones de ámbito estatal va un paso, que comienza por desconfiar de las propuestas de coordinación y de intervención política que proceden de fuerzas o movimientos con implantación más allá del marco nacional.

Para el internacionalismo proletario es obligatorio establecer el plano de igualdad entre los trabajadores y su organización común por encima de las diferencias nacionales. Esto pasa por apoyar incondicionalmente la lucha de las naciones oprimidas contra el nacionalismo opresor y el imperialismo; pero con la misma convicción deben ser rechazadas las ilusiones nacionalistas que comprometen la independencia de clase yendo detrás de direcciones burguesas, hoy alineadas como las que más con la UE o el FMI. Los marcos de actuación nos los impone la historia y, en nuestro caso, asumir el marco estatal de lucha no implica legitimar sus fronteras ni su estructuración territorial, sino que se trata de una cuestión estratégica, una necesidad para combatir al enemigo común. La historia muestra, desde el s. XVII y la independencia de Portugal y de las colonias, que los conflictos a nivel estatal e internacional son los que hacen temblar los cimientos son el motor de los grandes cambios. El etapismo de “primero la independencia, luego iremos por el socialismo” se revela así como una falsedad y una trampa: debemos ser capaces de aprovechar los movimientos tal como aparecen, y en concreto la fuerza que contiene la lucha por los derechos nacionales, pero sabiendo que la clave está en la autoorganización de masas y en la unidad del proletariado para avanzar en la confrontación con el Estado burgués. El procés catalán no podía tener solución negociada porque implicaba la quiebra fatal del Estado y un ascenso revolucionario de los trabajadores y los pueblos oprimidos, incluso con repercusión internacional.

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